5 de diciembre de 2011

Clarisa y la memoria de los peces.

Era regordeta y rosada. Pequeñita, asustadiza. Agarrada muy fuerte de la cuidadora, se escondía detrás de sus piernas y asomaba su pequeña cabecita con cierto temor.

- Ven aquí preciosa, ven.

Pero la niña se estremecía y no atinaba a sonreir. Tampoco a llorar. Un gesto de extrañeza envolvía su carita redonda.

- Está mejor, pero extraña mucho y cómo no entiende nuestro idioma... Creo que se siente algo perdida.

Cuando la conocí, estaba a punto de cumplir dos años. Clarisa andaba aún atientas. En su rostro parecía inalterable aquel signo de interrogación, aquel con el que buscaba una cara conocida con sus minúsculos ojos negros, entre las decenas de niños y niñas, en aquel centro de acogida de menores de Badajoz.

No estaba su madre. Tampoco su padre. Ni su abuela y primos, con los que había convivido los últimos meses. Solita en el gran salón del hogar infantil, evitaba jugar. Solo permanecía sentada durante horas, hasta que llegaba la cuidadora que la había atendido las primeras horas tras su llegada. Entonces se agarraba a ella de la pierna y caminaban así, juntas, no sin cierta dificultad, por todo el centro. Tal vez Clarisa se negara a perder su nuevo punto de referencia.

Porque sus padres no estaban. Y nunca más estarían. En algún rincón de su pequeño cerebro se encontraba el llanto de su hermana, escondido como resorte para aliviar el dolor o, quizá, por esa afortunada incapacidad que tienen los niños para retener recuerdos -gracias a esa memoria de pez-. Clarisa había olvidado el llanto de Florina, de tres años, antes de morir a manos de su madre, después de otra paliza. Seguramente, en ese rincón, muy lejos ya del ahora, había insultos y azoques que ella misma había vivido.

Cuando dejé el centro de acogida, deseé con todas mis fuerzas que Clarisa encontrara una familia pronto. Una mamá que la besara por la noche y la arropara con ternura.

Han pasado cuatro años de aquella historia. Sentada frente a la cunita de Candela, mientras escucho su respiración, me acuerdo de Clarisa. De su sonrisa invisible. Quiero creer que ahora alguien también la observa, con sus seis añitos de inocencia, mientras duerme plácidamente. Alguien la besa en la frente y la cubre con una manta. Calentita.

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